Es 10 de agosto y la lluvia apremia en la Gare Rutière de Zinguinchor.
Los autos viejos esperan a estar completos para emprender ruta y nosotras esperamos pacientemente entre vendedores ambulantes que aprovechan el clima para vender paraguas y chubasqueros, entre otra multitud de cosas.
Por momentos el agua parece estar botada desde un cubo en el cielo por la intensidad con la que esta cae.
En todo ese lapso de tiempo la gente sigue yendo y viniendo como si el agua no mojara y los perros vagabundos apenas encuentran como techo los autos viejos estacionados.
De vez en cuando no falta un niño paseando descalzo de apenas seis años con la mano abierta que sigue esperando a que le caiga una moneda.
La lluvia se vuelve agresiva y no más seguramente, que la historia que pesa sobre este país, y es en ese momento cuando las gotas de agua que resbalan sobre mi cuerpo me hacen dudar de si ese tacto sobre mí seguirá siendo una de la veintena de moscas que me sobrevuela o bien, gotas de lluvia.
El semblante de aquellos que me rodean no es diferente al que había hace minutos, cuando la lluvia todavía no nos agredía. ¿Será que no es para tanto?
Será...
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