De la misma manera que la vida no es para siempre, no se puede pretender
que lo que hay en ella si lo sea. Esa es la frase que cada día Elías se repetía
en su cabeza buscando consuelo al despojo emocional que se sentía al amanecer
una mañana tras otra.
Acostumbrado al abandono, aprendió de lo prescindible de la vida y también que
a veces, toca asesinar a ciertas personas antes de que el mismo destino se
encargue de ello. Hacía años que la comunicación con su padre se había
resquebrajado por completo y aunque nunca había perdido a ningún ser querido cercano
en su joven vida, le supuso años asumir que ese, también era un duelo. Sin
embargo, pese a este duelo reprimido durante años, Elías sentía que su vida estaba
repleta de momentos y personas lindas.
En una tarde de verano, sentado a pleno sol mientras su piel se cocía sin
conciencia alguna de la estropeada capa de ozono del planeta, pensó en cómo
sería volver a compartir su vida con una mujer como Eugenia. El día que ella se
quedó en su casa por primera vez, no se atrevía a tocarla, estaba tan extasiado
que pensaba que si trataba de hacerlo se desvanecería su presencia.
Duró meses mirándola y hablándole sin tocarla, convenciéndose de lo
prescindible del contacto físico para tratar de estirar su presencia hasta
siempre, si así fuera posible. Pero
luego de meses de contención no pudo más, enredó su mano en su cabello y mientras
ella se evaporaba le susurraba al oído, ¿sabes? Te odio porque me encantas.