María nació para ver. Es por ello que Dios decidió crearla diferente, con
muchos ojos en su cuerpo, para que así, no se le escapara detalle de lo que
ocurría a su alrededor. Los vecinos del barrio la tildaban de endemoniada, no
podía ser normal una chica con tantos aparatos para ver. Hay quienes pensaban
que el poder de sus ojos era tal, que podía ver incluso allí donde no se
encontraba físicamente, motivo por el cual tanto la temían.
Durante su infancia disfrutó cada momento que acontecía a su alrededor, de
todo estaba enterada, y se sentía feliz de compartir a sus congéneres lo que a estos se les escapaba
a diario.
Cuando creció la realidad cambió, esa felicidad se convirtió en rechazo
hacía si misma al comprobar que lo que las personas de su alrededor disfrutaban,
a ella, le era negado. Al principio peleó para conseguir las atenciones que
otros tenían, pero luego de un tiempo, aceptó no ser digna de las mismas.
Ya de adulta, compartía su hogar con una tortuga. Su casa se encontraba en un
absoluto orden todos los días del año. Con tantos ojos era imposible no ver
aquel pantalón tirado encima de la cama, esa cuchara sin lavar, el armario mal
cerrado… la pesadilla de los videntes. Miranda,
la tortuga, jamás se escondía en el caparazón, sentía que los múltiples ojos de
María la seguirían hasta allí dentro si así lo hacía.
Miranda odiaba ser tortuga, ese caparazón le sobraba en un entorno en el
cual no podía esconderse. María deseaba ser tortuga, ansiaba poder esconderse
de aquellas miradas que eran mayor al número de ojos que ella poseía.
Ansía que busca el rechazo, contradicción diaria que el ser humano
encuentra en su vida, pero que ni con los ojos de María, muchos podrían
percibir.
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