El otoño de los primeros días de noviembre recuerda a los días de invierno del mediterráneo español.
Desde hace semanas la lluvia ha dado tregua al sol y este mismo brilla cada día en la ciudad de París.
Las fruterías conservan su diversidad de colores pese a que van llegando días de frío, por los cuales disminuye la variedad. Sin embargo, si no hay fruta francesa, pues se importa de cualquier rincón del mundo aunque resulte inimaginable. Es por ello que no es de extrañar que se puedan encontrar mandarinas por todos lados.
Como en la especie humana, la fruta está clasificada por niveles, siendo algunos grupos mejores que otros. Tal vez resulte increíble describir que existen seres humanos mejores y otros peores, pues aunque no pienso así, el funcionamiento del sistema y lo que en él sucede, demuestra que en realidad, si se da esa diferenciación.
Las mandarinas más económicas se venden con hojas del árbol y cierta tonalidad verde en su piel. A veces, no se pueden aprovechar todos los gajos y toca comerse un 80% de la pieza en cuestión. Los puestos de fruta bajo tierra en las paradas de metro, regentados por señores de apariencia asiática son quienes las ofrecen.
En las épiceries, si encontramos la variedad media, que ya viene sin hojas de árbol y resultan un tanto más caras. En estas, es complicado encontrar parte de la mandarina que no se pueda comer.
Y por último, las fruterías del marché, o las que hay cerca de casa, las venden envueltas de manera individual en un papel blanco donde pone, "origine espagne". Por supuesto estas no bajan de 5.95€/kg. Sin embargo son las que mejor calidad tienen. Alguna vez las comí, y además de poderse comer toda la pieza, no encontramos ni semillas y mucho jugo, así como intenso sabor.
Uno de los papeles que envuelven a cada mandarina como que fuera caramelo
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