El día de la tormenta Amanda se
encontraba descontando cada hora, minuto y segundo, de los días que tanto le ardían en su interior. Asustados, los vecinos salieron de sus guaridas
a comentar lo sucedido. Minutos más tarde, todo volvió a la normalidad. Los
perros volvieron a ladrar y los niños tampoco se cansaron de llorar. El día ya
había caído en la oscuridad y Amanda sólo quería dormir para descansar de su
interminable cuenta atrás.
La incertidumbre se sumó a lista
de sensaciones que cada día desbordaban a Amanda. Mas el deseo le cegaba el
sentido común sobre lo apropiado de viajar a ese lugar cercano a aquellos
espacios donde la Tierra, había descargado su
enojo, con tanta furia. Muchos no soportaron la tormenta y perecieron en
cuestión de segundos, a la misma.
Pero el momento ansiado estaba
ahí, ya había llegado, así que Amanda no escuchó consejos ni recomendaciones,
agarró su maleta y salió de casa, serna, erguida y segura. Bob, como en cada
viaje que ella realizaba, la esperó tranquilo en casa. Para él las cuentas
atrás sólo existen el rato que Amanda tiene que regresar a la casa, pero era capaz de esperar
días e incluso semanas.
Luego de más de 10 horas de viaje
con sus respectivas paradas, por fin se encontraba en destino. Ambos habían
llegado. El pueblo que los albergó durante esos cálidos días permanecía
silenciado. Los habitantes que sobrevivieron a la tormenta huyeron para evitar
ser engullidos en otra descarga de la Tierra. Quienes planeaban visitarlo,
cancelaron su viaje. Pero para quienes la vida estaba ahí anclada, todo siguió, cálido y más silencioso
que nunca y caminando. Los habitantes del lugar se interesaban por ellos.
Les daban recomendaciones y preguntaban acerca de esas cuestiones que les
parecían exóticas y que habían dejado de recibir esos días. El silencio era tal, que
muchas noches fueron más estridentes que los días…
Pasó un día, pasaron dos y
pasaron tres. Las risas de Amanda
resonaron en aquel desértico lugar resignado a una soledad prolongada, pero
ella debía partir. Bob, que no sabía descontar horas, minutos y segundos, si
sabía entrar en desesperación. Por ello Amanda desanduvo el camino que hacía
tan poco tiempo anduvo. Pero solamente lo desanduvo, pues sus pasos quedaron
caminados en un sendero imborrable. Y en ese momento, de ese día, el día del adiós, fue cuando se dio cuenta de que el tiempo
había pasado con la misma velocidad e intensidad con que la tierra se comió aquellos
recónditos lugares y a mucha gente que en ellos habitaba.
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