En el intento de no seguir marcas pautadas sobre cómo debería
reaccionar, a Elena le tocó pasar por
situaciones de estrés, incertidumbre y hasta temor. Ansiaba volver a ver a
Diana, pero no quería espantar la
oportunidad por un deseo precipitado. Las visitas se habían tornado frecuentes,
hasta que de repente un día, sumaban semanas sin un solo encuentro. Tanto
desgaste emocional acumulado en esa casa durante años no podía seguir
creciendo, optó por arrancar las emociones que Diana empezó a generar en ella, para
después de un escueto duelo, volver a la frialdad. Pero le resultaba raro sentirla lejos, lejos de aquel nicho que
rugía en el silencio por las noches, donde gritos y gemidos de pasión ahogaban
la muda oscuridad. Se habían explorado a
ciegas, en una entrega total que desembocaba en pérdidas de noción del tiempo,
cuando parecía que habían pasado horas, aún no amanecía y cuando creían haber
despertado temprano, el medio día las alcanzaba.
Elena tenía la casa repleta de objetos, algunos regalados y otros tantos adoptados de la calle. Un día, encontró unos
zapatos nuevos que gustaban a todos excepto a ella, y aún así, los usó tanto que nunca
olvidará aquel día cuando un diluvio le terminó mojando los pies obligándola a no poder usarlos nunca más. También había encontrado un lindo abrigo que usó
en varias salidas, algunas de ellas, “elegantes”.
Sin embargo, esa tarde, cuando ahí, en la puerta de casa, Gabriel la vino a buscar y
encontraron el patín, se dio cuenta de que se había empezado a olvidar de
ciertos maravillosos encantos que tiene la ciudad, como el de encontrar objetos
más o menos útiles, sin ningún tipo de esfuerzo.
Juntos, salieron a patinar en ese
día que decaía por minutos, y Elena comprendía que lo importante no era tanto
buscar el patín para desplazarse, sino aprender a usarlo para no caerse, aunque
supiera que una u otra caída por el camino siempre encontraría. ¿Sería Diana
una de ellas?
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